sábado, 24 de octubre de 2009

No tan feliz 3

Cuando yo era niño el color azul bajó una barrera de prohibido el paso, zona no acta para bañistas.

De problema en problema, de circunstancia en circunstancia. Asignatura de gimnasia. Lugar: Sala de usos múltiples. Una treintena de sillas formando un círculo alrededor del cual bailan treinta niños más uno. Una música sin gracia y repetitiva suena sin parar hasta que para y todos, niños y niñas se ríen y empujan buscando alocadamente un hueco, una minúscula silla verde donde presentar el culo para marcar la propiedad.
Todos pelean por el sitio menos el uno. Eran treinta para treinta y seguían peleando. Cerca de las espalderas se apilaban un montón de sillas verdes sin dueño, suficientes para todos. ¿Qué persigue la señora de la bata blanca y silbato en la boca que por aquel entonces tenía en torno a los cincuenta pero que llamábamos incorrectamente “Señorita”?.
Les jodí momentáneamente la diversión. Me habían eliminado. La señora de la bata me invitó a recoger una silla del círculo para sentarme en otra parte. Así es la vida, ahora eran treinta alumnos y veintinueve sillas.

Otro día que recuerdo fue mi primer día de natación. A las 11:00 de la mañana en la piscina que tengo debajo de mi casa. Iban todos. Iba el Juli, El dani, el Eloy, El Borja, El Jesus (que no Jesús), David….Iba yo y mi camiseta azul entallada marca Lolo. Iba yo y casi me muero donde menos cubre, fuera del agua. Era mi alma tumbada entre la tierra negra y el césped verde. No hay cielo cerca de los bordes de las piscinas, no existe el oxígeno, ni existe el color azul, sólo una barrera blanca y roja que nunca supe cruzar.

No tan feliz 2.

Eran momentos felices. Cuando yo era niño por mi pueblo pasaban trenes como el dromedario o el TALGO. Mi abuelo que era jefe de estación cogía la correspondencia del vagón y yo coleccionaba las gomas verdes que agrupaban las cartas. A principios de los 90 desaparecieron las vías del tren y la estación de mi abuelo para preparar una ancha explanada de tierra amarilla, el futuro AVE a Sevilla.

Un día paseando con Manolo le conté esta historia de mi infancia como si fuese un secreto. Le conté que yo creía que como en mi pueblo habían quitado las vías del tren, pensaba que en toda España había ocurrido lo mismo y que ya no quedaban trenes si no explanadas amarillas. Él me preguntó que a qué edad tuve esa ocurrencia.

- A los 12 ó 13 años. – Me miró y me dijo la verdad. Una verdad obvia.
- Tú eras un poco tonto de niño ¿no?

Sí joder tonto del todo, inocente e ignorante como no se ha vuelto a ver en el mundo. Un niño asustadizo y temeroso del mundo hasta el extremo. Cuando tenía 7 años no quería ir al colegio. Siempre me sentaba en la última fila y abría la ventana para que el frío disuadiese a cualquier niño de acercarse. Esa fue mi primera neumonía. Como yo no quería ir a clase, los viernes mi madre me decía que era el último día. Yo me ponía muy contento y le pedía puré de galletas con cola-cao y una cuchara grande. En medio de mi celebración ella empezaba a vestirme y yo pensaba. ¿Por qué me vestirá tan pronto si hoy no hay clase? Todos los viernes se esforzaba por hacerme entender que la palabra último no significa exactamente final, que aún queda uno más y se termina.

Mi padre los domingos me mandaba a comprar el periódico y siempre me decía tráeme el AS hijo, y yo pues nada, le traía el YA y el cada mañana dominical igual, ¡Míralo, ya me ha traído el Ya de los cojones! Y así todos los domingos que yo recuerde.

Estaba yo en mi casa viendo los caballeros del zodiaco, mi madre había salido y estaba solo. Llamaron a la puerta y abrí. Era un hombre con un mono blanco y una gorra, un chico joven que llevaba un compresor para pintar, una lata enorme de pintura y supongo que varios útiles más de pintor.
- Buenos días chico ¿Está tu madre?
- ¡No!
- Soy de Santa Lucía vengo a pintar el cuarto que da al patio interior me manda el perito. – Bueno algo así dijo. Yo no entendía nada pero le dejé pasar y le enseñé mi cuarto.
- ¡Éste es mi cuarto! –Mío y de mi hermana de 6 años. Era una habitación pequeña con dos camas, un armario, dos mesillas, unos 30 Master del universo, un poster de perros, un Baby Fever, dos estanterías llenas de barriguitas, la Nancy, mi raqueta de tenis y una gaviota.
El pintor se quedó blanco. –Pero niño ¿No te ha dicho tu madre que venía el pintor del seguro a pintar la habitación que os habían manchado?
- ¡No! –El suelo de la habitación sólo se veía por el pequeño pasillo que dividía la cama de mi hermana y la mía.
- Pues tengo que pintar esta habitación.

Enseguida me puse con toda la ilusión del mundo a trasladar a Sckeletor y toda la panda al cuarto de mi madre. Las barriguitas y las nancis al cuarto de mi abuela y así con todos los juguetes, libros, colchas, ropa… El pintor me ayudo a llevar los colchones, las mesillas, descolgar las cortinas, mover el mueble al centro de la habitación. ¡Joder! en media hora la dejamos vacía y aun en menos el tío se la pintó entera. Tenía prisa y creo recordar que estaba algo cabreado. Pintó y se fue. Cuando vino me madre yo estaba fregando el suelo. Acababa de limpiar la ventana y me sentía orgulloso de todo lo que había hecho. Recuerdo que mi madre me miró despacio y después sólo dijo un par de palabras.

- ¿Qué haces? –Al final el pintor se había equivocado de portal y no tenía que pintar en mi casa y mi madre se encontró con todas las habitaciones manga por hombro y yo y mi hermana que tuvimos que dormir en el salón por el olor a pintura. La verdad, nunca he sabido hacer la pregunta oportuna.

Lo de la pregunta oportuna es bastante ocurrente en mi vida. Bueno, en ocasiones no sé que pregunta formular. Esto me ocurrió un día de siesta mientras veía la televisión. Mi padre estaba dormido en el sofá, mi madre en su cama y yo veía alguna de esas películas absurdas de la sobremesa de Telecinco. En un momento de la película interrumpieron la programación para dar paso a las noticias. El asunto era grave. Los extraterrestres nos invadían. Habían llegado a Estados Unidos y el informativo nos mostraba imágenes de su hostilidad. Recuerdo sobre todo un policía a caballo que no podía calmar su montura. Por supuesto que aquello que había visto era un reclamo publicitario de la película Independence Day, pero yo en ese momento no lo sabía, ni siquiera me planteé que aquello que había visto no fuera cierto. Apagué la tele de mi cuarto y pensé en mis abuelas, recuerdo que mientras caminaba por el pasillo de mi casa creí estar fuera de mi cuerpo elevándome. Me pesaban las piernas y estaba muy asustado. Abrí la puerta del cuarto de mi madre y me acosté a su lado, boca abajo, sin decir nada. “Mi madrecita también va a morir”. De verdad que sensación tan mala. Entonces fue cuando me hice la primera pregunta: ¿Qué estarán diciendo los demás canales del asunto? Volví a poner la tele. La Uno, la Dos, Antena 3, Telemadrid… Nada, todos seguían con sus programaciones absurdas, puse la radio y tampoco, ni siquiera en el teletexto. Llamé a Nacho para quedar con él. No sé, pero se me ocurrió contárselo por si sabía algo. Se lo expliqué todo tal y como lo he contado aquí. Lo del policía a caballo, lo de los platillos volantes, y lo del telediario.

- No sé tío estarían anunciando alguna película.
- ¡Ojalá Nacho, Ojalá sea eso! -Pensé en su inocencia y hoy pienso en la sensación de terror que tuve al sentir que iba a morir de forma inminente e inevitable.

Yo era un niño bastante enfermizo y siempre estaba en el médico. En frente de mi casa había una juguetería que se llamaba Acuario y mi madre y yo teníamos el acuerdo de cambiar un pinchazo del practicante por un juguete. En mi casa no cabían más juguetes. Pero uno de los que más ilusión me hizo fue el Agua-force. Era una mochila amarilla que se colgaba en la espalda y se conectaba a una especie de pistola de gasolinera para lanzar agua a presión. Por aquel entonces no existía nada igual. Mi madre que ya estaba harta de ver la terraza chorreando, me dijo que fuese a jugar a la calle con la pistolita. En la calle le eché una guerra de agua a un chico del barrio, tenía una pistola de agua azulita de esas chiquititas que regalaban en los tambores de detergente, pues bueno, volví totalmente empapado a casa. No sé cómo pero el chico me había acorralado entre los coches y yo no supe como llenarle la boca de agua hasta reventarlo allí mismo y él con su pistolita de 250 ml. Me dejó como una sopita. A partir de ese momento intenté convertir mi Agua-force en un aparato para cazar fantasmas como los de la película o como tiempo después haría Tristan Baker. ¿Tendría algún trauma similar al mío aquel sujeto?

Recuerdo, paseando con Manolo por la feria del libro antiguo, haber visto al tal Tristan Baker en una mesita con un letrero que decía. Profesor Tristan Baker, el de la tele… No recuerdo bien que vendía. Ahora recuerdo que ese fue el día que fuimos al café Gijón Manolo y yo juntos por primera vez. También fue el día que me dijo que yo había sido un niño un poco tonto. ¡Sí, el mismo día que el camarero del Gijón le miraba el culo a la misma tía que nosotros!

No tan feliz 1.

Cuando yo era un niño, vivía entre barrotes y médicos de todo tipo. La terraza de mi casa era el balcón a un cine tan cotidiano como inaccesible. Yo me sentaba con los pies colgando y agarrado a los barrotes de mi barandilla. Ante mí trazaban sus guiones un sin fin de niños que cada tarde quedaban bajo mi ventana para correr mil aventuras. Me intrigaba saber que haría esa tarde el Raúl, el Isra, el Budy, el Pi, el Trejo y los Moninis. La mayoría de los días jugaban a las chapas en la acera. Habían fabricado sus porterías con alambres y hecho con papel las camisetas de sus jugadores. El campo estaba pintado con tiza blanca. Un día intervine en el partido, se les había olvidado bajarse los balones y desde mi butaca les arroje un puñado de garbanzos al campo. Yo soy sus sonrisas cuando vieron llover balones de fútbol para continuar con sus fines. –Gracias-, dijeron y yo no dije nada, me quede callado y orgulloso, como cuando alguien te para por la calle y te pregunta por una dirección concreta y sabes perfectamente donde es y le indicas como la persona más educada del mundo que eres, y eres feliz y te sientes bien y lamentas no haber podido llevar a esa buena persona a hombros hasta su destino porque te has sentido estupendo y útil y al menos has hablado con alguien.

Mi terraza era mi vida y era como Pascualini para Aleixandre. Yo iba al cine de mi terraza con la ilusión de un niño que entiende que su vida después del colegio es esa. La merienda, los caballeros del zodiaco y las peleas del Trejo con su primo el monini. Su primo siempre se metía debajo de los coches para que no le pegase y yo desde mi balcón deseaba que un día le cogiese para ver algo distinto desde mis barrotes.

Mi barrio era un barrio de tipos listos e innobles. Gente de la calle que decían la palabra polla o se escondían en los pisos en obras para hacerse pajas. En mi barrio no había niñas con las que jugar. Eran mujeres en miniatura a las que les faltaba cobrar mil pesetas la hora y un paseo en tu bici solo por verlas pasar. Estaba la hermana del Casas o la novia del Manchas, pero creo que me hubiese convertido en piedra si hubiese intentado mirarles a la cara.

Cuando llegaba el buen tiempo jugaba con los vecinos del bloque. Con Julián y con Daniel que eran mis amigos y con quienes pasaba horas en el portal montando nuestros barcos de Tente. Un día Aurora me vio jugar con los Playmobil y se lo dijo a toda la clase para que se supiera que yo era un crío.

Cierto que en alguna ocasión llegué hasta el parque y jugué a béisbol y a fútbol, pero la realidad de cerca me dolía mucho y no fui tan feliz. Era bastante torpe con las canicas y las perdía todas, no era bueno con la peonza y en más de una ocasión me la partieron por la mitad, fui un mal negociante de cromos y cambiaba el Ferrari F-40 por un Ibiza Sky. Y en definitiva, fui un chico del montón que nunca decía nada para pasar desapercibido y para que no le hicieran el Yuyu contra la farola del parque.